Frida

Frida
Viva la vida

miércoles, 10 de junio de 2015

Bienvenido a casa



La casa olía a comida casera recién preparada, de esas que sólo se sirven en el interior de Santiago, de esas con aroma a hogar, que te llevan de nuevo a tu casa con tus padres, con tu abuela. Casa. Palabra ahora extraña en su vocabulario, la ciudad no era lo mismo, las veredas no lograban sustituir nada, los años no la hacían olvidar, el tiempo no podía continuar, no así, no de esa forma. Al menos no para ella. ¿Su nombre? no importaba. ¿Su historia? Eso sí. La muchacha de ojos soñadores y de sonrisa cálida oriunda del campo. Tenía ese yo no sé qué, que la caracterizaba, te inspiraba confianza solo con mirarte, irradiaba calidez y hogar. Un día en sus vagos y casi fallidos intentos de recordar pensó en su padre y en las tantas veces que él le había dicho que no olvide jamás de donde viene, todo eso no sé a qué venia al caso pero jamás lo hizo, jamás rompió la promesa, porque eran de esas que no caducan, que se hacen en la mesa un domingo, porque es de esas que prometes con el dedo meñique que huelen a un para siempre escrito en el aire, escrito con puntos suspensivos al final sobrevolando por allí. Y es en ese entonces cuando te das cuenta de que el pasado está ahí pisándote los talones, incitándote a recordar aquello que llena tus ojos de lágrimas. Y así se sintió ella, mientras una lágrima se apresuraba por correr en su mejilla, pero así son las lágrimas, duelen, pero saben a mar, saben a libertad y esperanza teñidas por un amanecer. Amaneceres un domingo con canto de gallos al fondo y con olor a tortilla calentándose suavemente, porque es así como está hecha, suave lenta y con paciencia por manos comprensivas y cariñosas.
La vereda y la dulce noche de primavera dejaban entrever a una familia, no muy distinta a la suya que sonreía alrededor de la mesa, felices por estar juntos. En un suspiro expulso todos esos deseos que divagaban en su mente, el tiempo no volvía atrás, solo quedaban los recuerdos y una no muy lejana vuelta a casa. Siguió caminando mientras una sonrisa comenzaba a dibujarse en su bello rostro, parecía dibujada al son de una extraña melodía que tantas veces había escuchado, conocía la letra como la palma de su mano, como la tierra que vuela en el invierno por los campos, como los yuyos que crecen cerca su casa. Casa, esa palabra lejana que empezaba a reconocer, en un susurro casi inaudible pronuncio esa palabra, esas cuatro letras, que cargaban consigo un sentimiento hermoso que pronto sentiría suyo de nuevo, a ese susurro se lo llevo el viento, sobrevolando praderas y hermosos montes llegando al lugar casi sin pensarlo, pero con intenciones ocultas a la vez, su madre sintió como si el viento cálido le trajese un mensaje, cerró los ojos y casi sin quererlo sus oídos oyeron algo, algo que no escuchaba en años, la dulce voz de su hija, Ana…

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