La casa olía a comida casera recién preparada, de esas que
sólo se sirven en el interior de Santiago, de esas con aroma a hogar, que te
llevan de nuevo a tu casa con tus padres, con tu abuela. Casa. Palabra ahora
extraña en su vocabulario, la ciudad no era lo mismo, las veredas no lograban
sustituir nada, los años no la hacían olvidar, el tiempo no podía continuar, no
así, no de esa forma. Al menos no para ella. ¿Su nombre? no importaba. ¿Su
historia? Eso sí. La muchacha de ojos soñadores y de sonrisa cálida oriunda del
campo. Tenía ese yo no sé qué, que la caracterizaba, te inspiraba confianza
solo con mirarte, irradiaba calidez y hogar. Un día en sus vagos y casi
fallidos intentos de recordar pensó en su padre y en las tantas veces que él le
había dicho que no olvide jamás de donde viene, todo eso no sé a qué venia al
caso pero jamás lo hizo, jamás rompió la promesa, porque eran de esas que no
caducan, que se hacen en la mesa un domingo, porque es de esas que prometes con
el dedo meñique que huelen a un para siempre escrito en el aire, escrito con
puntos suspensivos al final sobrevolando por allí. Y es en ese entonces cuando
te das cuenta de que el pasado está ahí pisándote los talones, incitándote a
recordar aquello que llena tus ojos de lágrimas. Y así se sintió ella, mientras
una lágrima se apresuraba por correr en su mejilla, pero así son las lágrimas,
duelen, pero saben a mar, saben a libertad y esperanza teñidas por un amanecer.
Amaneceres un domingo con canto de gallos al fondo y con olor a tortilla calentándose
suavemente, porque es así como está hecha, suave lenta y con paciencia por
manos comprensivas y cariñosas.
La vereda y la dulce noche de primavera dejaban entrever a
una familia, no muy distinta a la suya que sonreía alrededor de la mesa,
felices por estar juntos. En un suspiro expulso todos esos deseos que divagaban
en su mente, el tiempo no volvía atrás, solo quedaban los recuerdos y una no
muy lejana vuelta a casa. Siguió caminando mientras una sonrisa comenzaba a
dibujarse en su bello rostro, parecía dibujada al son de una extraña melodía que
tantas veces había escuchado, conocía la letra como la palma de su mano, como
la tierra que vuela en el invierno por los campos, como los yuyos que crecen
cerca su casa. Casa, esa palabra lejana que empezaba a reconocer, en un susurro
casi inaudible pronuncio esa palabra, esas cuatro letras, que cargaban consigo
un sentimiento hermoso que pronto sentiría suyo de nuevo, a ese susurro se lo
llevo el viento, sobrevolando praderas y hermosos montes llegando al lugar casi
sin pensarlo, pero con intenciones ocultas a la vez, su madre sintió como si el
viento cálido le trajese un mensaje, cerró los ojos y casi sin quererlo sus oídos
oyeron algo, algo que no escuchaba en años, la dulce voz de su hija, Ana…
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